martes, 5 de octubre de 2010

Nadie quiere oír lo que no le gusta

El post de ayer me dejó con las ganas de desarrollar algo más uno de los puntos. Cuando me puse en la piel de la secretaria cuya historia contaba, me dio por imaginar qué pudo pensar cuando su jefe le dejó un folio en blanco sobre la mesa para que le pusiera por escrito aquellas cosas en las que, según ella, él debía trabajar para convertirse en mejor persona.

Después de pensarlo mucho, llegué a la conclusión de que si la chica es inteligente, y a juzgar por los años que lleva en el puesto debe serlo, habría hecho lo posible por declinar amablemente la propuesta.

Si no lo consiguió, ¿qué hacer con tamaño marrón? No me cabe duda: como mucho, redactarle cuatro ambigüedades escritas con el arte suficiente para que el jefe acabara leyendo lo que él quería leer.

Porque está comprobado: nadie quiere oír lo que no le gusta oír. Cuando eso ocurre los niños chicos patalean, los adolescentes se rebelan, los adultos lo evitan y lo jefes… los jefes te laminan. Es un comportamiento humano fácilmente predecible, como diría una persona a la que quiero mucho.

Un jefe complicado decide mejorar su actitud sólo cuando ve que las cosas no funcionan. Antes intentará cualquier otra cosa: gritar, amenazar, usar su poder sin contemplaciones…. y sólo accederá a mejorar su carácter cuando éste sea el único recurso que le quede por ensayar para que las cosas le funcionen como él necesita, nunca antes.

Y llegado ese momento, si le da por pedir ayuda como os contaba en la historia de ayer, serán muy pocos los que se atrevan a decirle lo que saben que lleva años sin querer oír. Sin necesitar oírlo.

Incluidos los jefes que son buena gente, -yo he tenido y tengo la suerte de tenerlos- han de contar con que nunca dispondrán de la misma cantidad ni calidad de información que la que circula entre sus subordinados.

Recuerdo una época de mi vida en la que fui más jefe de lo que nunca había querido. Si la media de edad de los casi cuarenta currantes que dependían de mí rondaba los treinta años, yo tenía por aquel entonces cinco o seis más como mucho.

- ¿Sabes una cosa, Tomás? –le dije un día a uno de mis redactores jefes. No sabes lo que me gustaría poder salir de copas con vosotros como si fuera uno más.

- Pero vamos a ver, Juan –me contestó ¿no te has parado a pensar que incluso a mí, que soy tu segundo, con una sola firma me puedes poner de patitas en la calle cuando te dé la gana?

Su respuesta fue toda una lección, una de las muchas lecciones imprescindibles que nunca enseñan en la facultad.
Por eso, -entre otras cosas- no creo que la secretaria de aquel jefe que quería mejorar su comportamiento con los subordinados se haya atrevido a ponerle por escrito lo que realmente piensa.



J.T.

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