Aproximadamente a esa hora, seis-seis y media de la tarde, acostumbraba yo todos los lunes a recoger mis bártulos para marcharme de las oficinas de la calle Rocafort, en Barcelona, y regresar a Madrid.
Era ya una rutina de varios años en la que el siguiente paso consistía en despedirme de los compañeros de trabajo en la cuarta planta del edificio central del grupo Zeta y, una vez en la calle, bajar hasta Diputación y tomar un taxi camino del aeropuerto de El Prat.
El viaje de los lunes a Barcelona tenía como principal objetivo "rendir" visita a los juzgados. Por aquel entonces permanecía aún vigente en el Código Penal el delito de escándalo público, aplicable a los responsables de cualquier fotografía de desnudo que apareciera impresa en un medio de comunicación.
Las penas estipuladas en el artículo 431 eran seis años de inhabilitación profesional, seis meses de cárcel y seiscientas mil pesetas de multa por número de la revista distribuido. Figuraba yo como responsable de las revistas de destape "Lib", "Yes" y "Club Privado". Como el domicilio social de Zeta, el grupo que las editaba, era Barcelona los sumarios iban acumulándose en los juzgados de esa ciudad semana tras semana.
Se trataba de procedimientos de oficio, pero inexorables. Nos empuraban al mismo ritmo al que las publicaciones aparecían en los quioscos. La maquinaria que acabaría sentándome en el banquillo decenas de veces se ponía en marcha sin remedio expediente tras expediente.
Así que los lunes, junto al letrado Francisco Abellanet, hoy titular del juzgado número ocho de lo Penal en Barcelona; Antonio Álvarez-Solís, director de "Interviú"; Manuel Vázquez Montalbán que dirigía "Primera Plana" y este humilde servidor solíamos tomar un taxi a primera hora y pasarnos la mañana prestando declaración de juzgado en juzgado, en una especie de surrealista juego de la oca, inevitable hasta que cambiara la legislación.
Aquel 23 de febrero de 1981 yo tenía acumulados ya más de ciento veinte procedimientos judiciales abiertos y pendientes de juicio. Todo un récord. Bufo, pero de Guinness.
Y una cosa convendría no dejar de tener en cuenta aquella terrible tarde: el delito de escándalo público por publicar tetas en la portada de una revista continuaba vigente. Llevábamos más de cinco años de "Transición", pero hubo muchos asuntos con los que se estuvo mareando la perdiz durante demasiado tiempo. Y uno de ellos era éste.
Cuando, ya a punto de marcharme, escuchamos en uno de los transistores de la redacción aquellos disparos en el Congreso de los Diputados lo primero que pasó por mi cabeza fue que se estaba produciendo una masacre y que habría muertos y heridos.
Lo segundo fue no perder un minuto y llamar inmediatamente a quien era mi pareja entonces, y más tarde madre de nuestra estupenda hija Patricia. Tuve suerte. Se encontraba estudiando en nuestra casa de Pozuelo de Alarcón.
-¿Recuerdas dónde tengo el pasaporte y los francos que nos sobraron el verano pasado? -le pregunté casi sin decirle ni hola.
- Creo que sí.
- Mira, te tengo que pedir un favor. Cuando lo tengas, ¿te importa irte al aeropuerto de Barajas y tomar el primer puente aéreo a Barcelona que puedas? Al aterrizar busca una cabina y me llamas a casa de los Gassió. Apunta: 93........
- ¿Y eso?
- Necesito tu ayuda. Luego te lo cuento mejor, pero la guardia civil ha entrado con armas en el Congreso y se han oído disparos. Si se trata de un golpe de Estado, yo no me puedo quedar en España teniendo más de cien sumarios judiciales abiertos. Estos primero disparan y luego preguntan.
Tres horas y media más tarde María Antonia estaba en Barcelona en casa de Xavier Gassió y Carme Sentíes. Allí, junto a Pere Balart, José María Perceval y algunos amigos más, Pepe Rodríguez y yo, tan "empapelados" los dos que nuestros abultados expedientes ocupaban más de una estantería en cada uno de los 14 juzgados de Barcelona, pusimos pies en polvorosa camino de La Junquera.
Pepe conducía y yo cambiaba emisoras como un loco en busca de indicios que no hicieran necesario atravesar la frontera ni refugiarse en Francia. Entonces fue cuando escuchamos a Jordi Pujol contar que había hablado con el Rey y que éste le había dicho, textualmente, "Tranquil, Jordi, tranquil". No nos pareció suficiente, así que continuamos adelante.
Cuando llegamos a Perpignan, entonces sí, respiramos aliviados. Allí, recostados en los asientos delanteros del automóvil y escuchando Radio Nacional de España, pasamos toda la madrugada.
A la mañana siguiente, al mismo tiempo que los diputados comenzaron a abandonar el Congreso, Pepe Rodríguez y yo iniciábamos nuestro regreso a Barcelona. Nada más llegar a su casa del Ensanche, en la calle Valencia, conectamos el televisor. Justo en aquel momento, Televisión Española emitía las imágenes del asalto, esa repetidísima secuencia que aún permanece fresca en nuestras retinas.
P.D. Como aquellos artículos del Código Penal se mantuvieron vigentes todavía un tiempo, nosotros tuvimos que continuar, aún durante años, con nuestras rutinarias e inevitables visitas a los juzgados.
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