Bordas un mensaje en un mitin, desmenuzas y denuncias cuatro injusticias flagrantes, propones cuatro ideas claras en las que se entienda todo, recurres a la demagogia sin cortarte un pelo cuando entiendes que la ocasión lo exige… y vas y ganas las elecciones.
Entonces llegas al poder, te apoltronas en el sillón, empiezas a rodearte de pelotas y… adiós a los mensajes claros.
¡Periodistas a mí!, piensas.
Perfeccionas la técnica de la perífrasis, del circunloquio, de la media sonrisa seductora que esquiva cualquier pregunta directa, le tomas gustillo al cargo y a partir de ahí… a planificar cómo continuar en el puesto por encima de la cabeza de quien sea.
En toda esta ceremonia de la hipocresía, el maquiavelismo y el donde te dije digo ahora digo diego, lo más desesperante es el recurso a las cifras.
Cuando un político echa mano de cifras para ponderar su gestión o contar sus planes, ¡huyamos!
Un político hablando de cifras y porcentajes lo que está contando en realidad es su impotencia para expresar los asuntos con claridad o su vergüenza (porque alguna le quedará, digo yo) para llamar a las cosas por su nombre.
Impotencia, vergüenza o… patética prepotencia: “hemos conseguido que disminuya el índice de mosquitos con alas transparentes en el 0,001 por ciento”. Y tiene la desfachatez de presumir de ello, el tío (o la tía).
Por no hablar de los distintos análisis que tiene una encuesta, una estadística o un resultado electoral según el ángulo que se quiera valorar.
Y ahí estamos los periodistas detrás, convirtiendo en titulares tamaños desatinos.
O somos unos ingenuos o más que prensa lo que queda de nosotros es una indisimulada propensión a actuar como palmeros mediáticos no importa de quién ni de qué color. Con menos disculpa aún que la poquísima que tienen aquellos cuyas frases reproducimos.
J.T.
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